El nacionalismo mexicano siempre ha sido un colonialismo para el cual los colonialistas son los otros —los españoles, los gringos, los franceses—. Si los nacionalismos castellano o catalán, de variopintas formas, han sido imperiales, el nacionalismo mexicano ha reivindicado el eterno carácter de víctima para la nación —sufro, ergo existo—. Un victimismo que se transfiere al pasado anterior a la existencia misma de la nación. Así puede sostenerse que, en la conquista, el Reino de Castilla fue el verdugo de los Estados Unidos Mexicanos, que no existían, ni se les esperaba, en 1521. Sin embargo, la moderna nación-Estado México nació como imperio (1821) y el nacionalismo moderno mexicano ha reivindicado como propio el imperialismo y el dominio azteca y acabó de conquistar las fronteras indígenas que quedaron después de 1848. Es decir, los mexicanos somos unos imperialistas víctimas de otros. No hay, pues, mejor complemento para el éxito de este batiburrillo de vanaglorias que los rancios nacionalismos ibéricos, ora con su orgullo castellano-civilizador —”nos deben la lengua, la civilización”— o con el orgullo de un Cortés o de un Colón catalanes. Y así vamos, no pasa nada.
México y España: de tonterías y peores cosas
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