Los nostálgicos del ayer
Resumen: El acto ceremonioso de ir al cine se ha desvirtuado por completo. En el universo tiktokero que nos ha tocado vivir, ver una película de casi tres horas de duración, como la que nos propone Tom como cierre supremo para la franquicia de su vida, es en sí misma una misión imposible para muchos
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Y, una vez más, ahí estábamos junto con mi novia, en medio de la quietud fragorosa de los Cines Verdi, para cumplir la promesa definitiva que le hicimos a Tom Cruise hace ya varios años atrás. Noche de premiere para “Misión Imposible: Sentencia Final” y la sala está escasamente a un tercio de su capacidad, algo absolutamente impensable un lustro atrás para el que se perfilaba como el blockbuster de la temporada y que, aunque rozó la barrera de los 600 millones, lo consiguió gracias a su legión de seguidores locales y al mercado asiático siempre ávido de más Tom Cruise, no a los 6 milloncitos que le giramos desde España.
Allí, viendo a nuestro amigo Tom hacer todo tipo de maromas espectaculares sin doble de acción sólo por nuestro divertimento personal, tuve tiempo para apreciar la magnificencia decadente del cine de celulosa y de experimentar otra vez la intimidad comunitaria que se percibe en las salas de proyecciones. Sin celulares ni notificaciones, con una mano agarrando la de mi novia y la otra en el bote de las crispetas, sin distracciones y la atención completamente dedicada a apreciar el enrevesado plan con el que Tom y su pandilla pretendían derrotar a La Entidad, eché de menos todo aquello que el virus nos arrancó de tajo en un solo confinamiento.
Hoy entre películas que se han adaptado para ser vistas en segundo plano por personas que ya no pueden enfocarse en una simple tarea por mucho tiempo y una oferta de streaming con anabólicos que difumina nuestros recuerdos de lo visualizado para hincharnos las pupilas a lanzamientos nuevos cada semana, el acto ceremonioso de ir al cine se ha desvirtuado por completo. En el universo tiktokero que nos ha tocado vivir, ver una película de casi tres horas de duración, como la que nos propone Tom como cierre supremo para la franquicia de su vida, es en sí misma una misión imposible para muchos. Un esfuerzo superlativo de intención y voluntad para no distraerse con el celular. Un desafío que nos exige de hecho, y por muy irónico que pueda sonar, el querer ver la película.
Las exclamaciones colectivas de sorpresa, las risillas socarronas cuando algo de lo visto simplemente no tiene sentido o cualquier otro de aquellos episodios en sociedad que surgen espontáneamente cuando se participa de la experiencia conjunta que implica el convertirse en espectador tras el apagado de las luces son efímeras reliquias del pasado que ya no tienen cabida en la economía del “binge-watching” ni del “próximo episodio” que se reproduce automáticamente. Eso sin mencionar el coloquio posterior en el taxi de vuelta a casa, donde entre un exquisito intercambio de puntos de vista analizamos todo lo que gustó y lo que no de la película. De lejos, mi parte favorita.
El final de Misión Imposible, y de la resistencia analógica de Tom Cruise ante la digitalización imperiosa de la industria, marca de cierta forma el ocaso del cine como lo conocimos desde los años 90 y nos deja huérfanos a nosotros, los nostálgicos del ayer.
Las opiniones que aquí se publican son responsabilidad de su autor.
Redacción Minuto30
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