La panga de José María Flores Arróliga fondea junto a un muelle improvisado de tablas en la ribera costarricense del río San Juan. La corriente es constante, pero mansa. Apenas mece la embarcación, diseñada para soportar el mar abierto, mientras el hombre descarga —con una sonrisa contagiosa— unas sandías enormes, ovaladas, que más bien parecen cabezas de misiles. Son las últimas que le quedan, tras vender río arriba casi toda la cosecha extraída de su finca, ubicada en la comunidad de Machado: un asentamiento fundado en pleno Refugio de Vida Silvestre Río San Juan (RVSSJ). Esta densa selva forma parte de un corredor binacional más amplio, articulado entre el refugio y la Reserva Biológica Indio Maíz. Se trata de un mismo ecosistema, atravesado por este ancho río que marca la frontera natural entre Nicaragua y Costa Rica, que es clave para sostener la conectividad biológica entre Mesoamérica y Sudamérica.





