
Formentera no es mal sitio para vivir el fin del mundo. Ya lo experimenté una vez durante la pandemia, cuando fui para hacer un reportaje y me paseaba en plan Soy leyenda por la isla confinada, como si fuera el último ser humano del planeta, hollando con mi pie desnudo la arena virgen de las playas vacías. Por una casualidad del destino estaba otra vez allí el lunes pasado, cuando se produjo el apagón, ese apocalipsis. Baleares se libró, pero fue alucinante ver cómo se perdía la comunicación con el resto de España y parecía que todo el mundo allá afuera —incluido mi gato Charly, que en esta ocasión se quedó en casa— desaparecía a la manera de una gran y silenciosa extinción.

