¿Condena al “arrepentido”?

hace 1 día 7

Taza y Texto, Cristian Aristizábal.

“Pero también es cierto que a lo largo de la vida mutamos, y con ello, gustos, creencias y preferencias cogen un vuelo distinto. Por eso, no creo en el papel del verdugo que rebusca en el pasado para asesinar el presente”.

Por Cristian Aristizábal.

En tiempos donde los videos no pueden durar más de 30 segundos porque se vuelven aburridos, la memoria está siendo robada por lo efímero. Ante la cantidad de información que recibimos día a día y en el afán de sentirnos a gusto con hacer y saber de todo, dejamos de lado cosas, conversaciones y momentos que pueden tener una carga más significativa que ese mínimo placer de “saber un poquito de todo”.

Entonces parece que todo marcha rápido, que nuestras ansias de salir de donde estamos van al mismo ritmo del tiempo y por eso la mayoría de las veces queremos estar donde no estamos. Pero ni siquiera es un deseo consciente. Más bien, es una condición dada por el ambiente en el que vivimos. Así, no nos acordamos de muchas cosas que pasan durante el día, olvidamos las personas que nos interpelan con alguna palabra y ni mencionar de la cantidad de información inservible que ingerimos mientras scrolleamos esos aparatos electrónicos a los que utilizamos para tratar de hacerle una finta al tiempo.

Y no es que estemos en la etapa del olvido, porque si no hay memoria no hay nada para olvidar. Lo cuestionable es que como sociedad nos hemos puesto en la tarea de señalar todo lo que sea controversial, genere crítica y sirva como evidencia para arrasar con el otro. Ahí sí hay memoria. Cuando la imperfección humana muestra la grieta por la que brotan los errores aparece la memoria. Es cómico, porque pareciera que esa memoria “natural” surgiera de la necesidad de señalamiento —ya que todos en algún momento de nuestra vida nos hemos creído jueces—. Pero, ¿será que esa memoria señaladora es una condena eterna?

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Mantener los ideales y principios ha sido un propósito en el que hemos estado inmersos desde la infancia. Cambiarlos es un acto de gallardía. Entonces, ¿hay que condenar a quién lo hace? Sí, es cierto que muchos de esos principios son infranqueables, que reúnen el valor suficiente para definirnos como personas y que por eso deben ser inamovibles. Pero también es cierto que a lo largo de la vida mutamos, y con ello, gustos, creencias y preferencias cogen un vuelo distinto. Por eso, no creo en el papel del verdugo que rebusca en el pasado para asesinar el presente.

Como lo he mencionado anteriormente (Literatura: una puerta filosófica), la literatura es el mejor espejo de nuestra cotidianidad y siempre hay algún libro que es la ayuda perfecta para pensar y profundizar cualquier tema. Pues bien, en la librería El Licenciado (Llanogrande, Antioquia), el último lunes de cada mes está el PUNTO DE ENCUENTRO donde se conversa sobre algún libro —muchos lo llaman “club de lectura”—, y en octubre la charla giró alrededor de La mujer nueva de Carmen Laforet, un libro que sirve como base para entender los cambios que pueden surgir en el ser humano.

A modo de resumen, el libro cuenta la historia de Paulina, una mujer que luego de haber dejado a su esposo e hijo por irse con su amante, acaba teniendo una transformación que la lleva a disfrutar la vida desde una óptica religiosa. Sí, vive una especie de conversión. Situación que la pone en boca de toda la familia pues ellos, haciendo el papel de jueces, no entienden ni creen que esa transformación sea real.

Esta historia termina demostrando cómo se condenan los hechos del pasado, cómo brilla el punto negro en medio de la blancura de una hoja, cómo la memoria sirve para señalar errores. Creo que esa es una de las muchas desgracias que nos cobijan como sociedad. No creer en los cambios es estar anclados a la desesperanza. Tampoco creo que los cambios que puedan existir estén mediados por una suerte de arrepentimiento. Más bien, creo en la capacidad que tenemos como humanos de evaluar nuestras acciones para elegir sabiamente nuestros movimientos posteriores. Y aquí, vale la pena traer un fragmento de Laforet (2021):

—No, padre. A mí no me hace falta… ¿Para qué? Aun suponiendo que tuviese que dar cuentas a Dios… Cuando me ha parecido mal hacer una cosa, no la he hecho… Y de las cosas que me parecen bien hechas, ¿para qué me voy a confesar? Sólo me arrepiento de no haber hecho nunca eso que ustedes llaman pecados… Sí, me arrepiento de todo lo que no hice… ¿En nombre de qué no lo hice?… En nombre de un absurdo… Yo creía en el amor… Absurdo… No, jamás, jamás hay que negarse a la vida como yo me he negado… Grandes palabras… Amor, deber… Yo sólo me arrepiento de lo que no he vivido…” (p. 180).

Así las cosas, la virtud que tenemos como humanos va más allá de señalamientos agobiantes y el ritmo incesante que nos invisibiliza para quitarnos el pensamiento. La empatía y la creencia en el otro es la facultad que tenemos para seguir construyendo sociedad, pues se construye a partir de las acciones inteligentes que nos lleven a replantear la historia, sin necesidad de quedarnos en los detonantes destructores que hemos dejado. Y no es una exigencia de piedad. Es un llamado a dedicar nuestra memoria a lo que edifica.

Referencias

Laforet, C. (2021). La mujer nueva. Austral.

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