Nueva Jerusalén, el barrio de Bello que crece a lomo de mula

hace 1 mes 8

En el barrio París, en límites de Medellín y Bello, hay un callejón parecido a un túnel del tiempo. En ese sector límbico la ciudad vibra con su bullicio, calles empinadas, ropa secando afuera de algunas casas y negocios mezclados entre las viviendas. Pero basta hacerse de frente a la panadería Troqui Pan y entrar por una callejuela ubicada a su izquierda para que todo cambie.

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En el callejón estrecho las casas casi se besan de frente; están tan juntas —separadas por unos 70 centímetros— que difícilmente pasa un rayo de sol en medio, y cuando se traspasa, como si se tratara del pasadizo mágico de Alicia —el personaje del autor británico Lewis Carroll—, de pronto parece que el tiempo se devolvió un siglo: de sopetón emerge un mundo que no es ni rural ni urbano, no propiamente parecido al país de las maravillas.

Hay un caminito desde donde se divisa una montaña colmada de ranchos de madera y casas de material; uno sigue por unas escalas de cemento en bajada, de nuevo por un sendero en tierra que desemboca en un puente metálico por donde apenas cabe una persona para pasar sobre la quebrada La Loca y de nuevo dar a una trocha que por ratos tiene remiendos en cemento, para llegar a las primeras vivienda que antes se atisbaban. Es Nueva Jerusalén, un barrio con tanta gente que solo 35 de los 125 municipios de Antioquia lo sobrepasan en población.

Lo paradójico es que en pleno siglo 21 y al lado de la segunda ciudad más importante de Colombia, el crecimiento que transforma día a día su paisaje se gesta a lomo de mula o, incluso a punta de jóvenes empleados como cargueros.

En ese contexto, el arriero Adrián Lopera es un personaje reconocido. Él se define como tiktoker y cuenta que en esa red social plagada de videos aparece como sombranegra, es decir que conserva el adn de cuentero de quienes lo antecedieron en el oficio. Está acá hace ocho años y cuando llegó en el sector donde nos encontramos solo había cuatro o cinco casitas y el resto se repartía entre café, caña y rastrojo, según comenta.

Hace cuatro años le dio el arrebato de construir su vivienda en madera, soportada en tres palos, en un sitio al que bautizó Colombia porque no es sino pararse en frente para divisar un paisaje, bellísimo en su concepto, lleno de naturaleza. Allá vive “con Dios y la Virgen”, pero también lo acompañan una piara de cerdos y la recua de caballares compuesta por una yegua que está por criar, una mula joven que aún no está lista para la carga y dos caballos que le dan el sustento en este momento.

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—Administro cuatro mulas y a veces también cargo al hombro como el señor, dice mostrando a un hombre viejo y jadeante que lleva terciado un bulto que parece de mercado. Después, con más asomo de picardía que de lamento por la rudeza de su labor sentencia:

—Me preguntabas que cómo construye acá la gente? El proceso es muy sencillo: aquí son mulas y machos los que cargan; para mí mulas son los animales y machos somos los hombres que cargamos adobes de aquel lado, del depósito subimos a las dos torres, bajamos, llevamos y traemos. Después echa mano de su soltura de palabra para contar la que para él es la realidad del sector.

—De cada 100 familias de las que hay acá, 90 son desplazados tanto de sitios del departamento como de otras partes, quizás incluso del propio Medellín que se vienen entre barrios. Esto aquí ha sido un proceso muy duro, porque el Gobierno no nos ayuda con nada y en vez de eso han tratado de sacarnos.

Él mismo fue desterrado del Bajo Cauca, donde ya ejercía la arriería. En esa historia no se explaya mucho —sabrá él por qué— pero sí cuenta que está inscrito en el registro único de víctimas sin jamás recibir un subsidio de vivienda del Estado.

El encuentro con el arriero locuaz y un amigo más joven que lo acompaña ocurre en mitad del camino de entrada y un momento después interrumpe el diálogo porque están afanados para ir a Troqui Pan, donde los esperan.

Son como las diez de la mañana y hace un sol picante. A los cinco minutos surge la imagen de los dos “machos” que vienen de vuelta con un larguero en los hombros y una hamaca guindada del palo, cubierta con una cobija que oculta la carga.

La carga tiene nombre. Es Berta Noemi Sepúlveda, de 83 años, a la que habían sacado a las siete de la mañana. La manera resuelta como caminan da a entender que se trata de algo que ya han hecho muchas veces y/o que la paciente es peso pluma.

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Milvia, la hija de doña Noemi cuenta que hace un año a la octogenaria le incrustaron un marcapasos y no podría soportar el trayecto a pie, por eso cada que la sacan a alguna diligencia médica y cada dos meses religiosamente, como esta mañana, para reclamar el subsidio de Colombia Mayor, repiten el procedimiento.

Los dos trayectos en la ingeniosa camilla valen $40.000, más $28.000 o $30.000 del taxi hasta el barrio Castilla, donde reclaman el auxilio de $150.000, es decir que de lo que les dan solo queda algo más de la mitad.

El recorrido finaliza en la zona central de Nueva Jerusalén, en la entrada a una tienda, y en un pestañeo doña Noemi, la enferma del corazón, tiene a medio consumir un cigarrillo.

—El médico no me dijo que lo tenía que dejar, apunta ante una pregunta que parece evidente. Luego, en voz baja relata que vino desplazada de Tarazá hace 4 años, cuando balearon al hijo que está a su lado sin camisa. Su hija ya había dicho que aterrizaron en este barrio porque los lotes eran más baratos.

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Transcurridos apenas cinco minutos, Adrián está a tres locales del sitio donde dejó a doña Noemi, en el depósito La Travesía, encinchando la enjalma de una de sus mulas. Mientras tanto, un empleado del negocio usa un balde sin fondo a modo de embudo para llenar costales con piedra triturada y los monta en las bestias para transportarlos a una obra en ciernes. El apuro es porque este viernes Adrián tiene 25 cargas pendientes y calcula que estará terminando a las cinco de la tarde, si le va bien, para madrugar el sábado otra vez a buscar pasto para sus animales.

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Dice que esto es como con los taxis en la ciudad, la tarifa mínima son $5.000 y varía hasta $20.000 pesos, dependiendo de la distancia y la dificultad del terreno. La otra opción son los cargueros que a falta de caballos de fuerza tienen hombros y manos.

Así como la imagen de las mulas transitando es cotidiana en Jerusalén, también lo son los desfiles de hombres sudorosos, cada uno con un tercio encima. En esta ocasión hay solo un carguero en la esquina contraria de La Travesía –se llama Yoiden Cuesta–, pero por días son hasta diez los que desde temprano se paran a esperar clientela.

Yoiden es un negro delgado, de 23 años y pocas palabras. Nació en Turbo y terminó en el barrio Manrique. Su abuela vivía en Nueva Jerusalén, él vino a visitarla y se quedó. Eso fue hace casi tres años. Con su madre consiguió una casita en arriendo por la que pagan $250.000.

Sus hombros son duros y el físico le da para terciarse 15 adobes a la vez, bultos de cemento de 50 kilos y hasta costalados de concreto de 75 kilos –que adicionalmente tallan más– y llevarlos cuesta arriba.

—Uno siempre para, porque los pulmones no le dan para tanto y los huesos duelen al final del día pero uno a todo se adapta.

Aún así, para él lo más difícil es trepar por estas lomas o bajar por canelones con una nevera, porque es una carga más voluminosa y de mayor valor. En sus pasos debe poner la misma maña que un cirujano con cada movimiento del bisturí, y ni pensar que se le vaya a caer. La tarifa a lomo de “macho” son $3.000, $4.000 o $5.000 por viaje si es hasta la cima de la montaña.

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La zona céntrica de Nueva Jerusalén es una calle amplia pero destapada en la que convergen el camino por donde hallamos a Adrián y otra vía que llega por el lado contrario que aunque destapada, tiene el ancho suficiente para que lleguen las volquetas que surten los tres depósitos del barrio, solo que en invierno se vuelve un lodazal imposible de cruzar. Cuando esto pasa, esos establecimientos agotan existencias y después tienen que cerrar. Sandra, una vendedora en La Travesía cuenta que hace poco se quedaron un mes entero sin surtir porque había una corriente de agua bajando por la vía y controlarla fue difícil.

Lo que más venden son ladrillos y arena y siendo estos negocios los de mayor movimiento, cuando no abren al barrio le pasa lo que a los mecanismos electrónicos si les quitan las baterías.

Aparte de esa rústica red vial, lo demás son caminos “riales” estrechos y escalas empinadas que nacen y mueren en cualquier parte. Por eso si acaso los arrieros que dirigen las recuas, o si los cargueros se enfermaran a la vez, sucedería lo mismo que con un daño en la vía principal.

Las arcaicas formas de transporte hacen que la casa más sencilla cueste al final como si fuera una mansión. De eso da testimonio Andrea Castaño, residente a unos diez minutos desde la calle de los depósitos y que está tratando de mejorar su vivienda.

—Hace mes y medio empecé la obra, pero no he hecho sino una pared porque el material y el transporte están muy caros, dice, y complementa que cada bulto de cemento vale $35.000 y por carga (dos bultos) tiene que pagar 10.000 de flete, un costo bastante alto para quien se gana la vida con aseos y que cuida de una mamá y un papá discapacitados.

La mujer vivía de arriendo con los dos viejos en Andalucía La Francia, de manera que si pagaba alquiler no le quedaba para comer. Bajo esas circunstancias un tío le dio con qué comprar un terrenito para que se hiciera un techo. Quien le vendió fue una vecina de la hermana que vive acá mismo, en Nueva Jerusalén, y que prefirió dar el lote barato porque le salía más oneroso usarlo para resolver su propia carencia habitacional.

Esta semana, los ahorros le alcanzaron a Andrea para que le subieran 80 adobes, dos bultos de arena de pega y dos de cemento; ahora espera a que resulte con qué pagarle a un oficial antes de que caduque el cemento.

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Nueva Jerusalén nació sin permiso en una fecha sin precisar, entre 2009 y 2010. Algunas versiones lo asocian con un fenómeno de loteo ilegal que ha lucrado a las bandas del sector. Aunque está en jurisdicción de Bello, el terreno donde se asienta la mayor parte, la finca El Cortado, es del Municipio de Medellín. Un sondeo comunitario de hace tres años indica que había 5.800 viviendas aproximadamente, con cuatro personas en promedio, es decir más de 23.000 en total; sin embargo, dado su crecimiento exponencial algunos calculan en más de 30.000 los moradores actuales.

Acá el agua se toma de nacimientos con mangueras; no existe alcantarillado y la luz se paga con tarjetas prepago. Entre los hitos locales están el incendio que calcinó 12 casas y dañó otras 9, el 6 de agosto de 2021, y la instalación de la energía prepago de EPM, en 2022.

Muchos niños y jóvenes van a estudiar a París, pero en el propio barrio hay una institución privada llamada Colegio Universidad Virtual de Colombia, un nombre rimbombante considerando que son cuatro aulas en las que enseñan todos los grados de primaria y bachillerato. Hay sin embargo cuatro capillas católicas.

Las calles no tienen iluminación, por lo que la vida social se acaba a medida que anochece y solo se ven las personas que llegan de laborar alumbrando el camino con sus celulares. De día hay una vista privilegiada de una ciudad que se ve lejana con sus edificios desafiantes y las calles atestadas de carros.

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