Cuando Hugo Chávez empezó su revolución con un golpe de Estado de madrugada contra el Gobierno de Carlos Andrés Pérez, un muchacho dormía en su cama. Se despertó a la mañana siguiente, el 4 de febrero de 1992, con la noticia de que los golpistas que comandaba aquel hombre de color café y cara afilada que entonces era Chávez habían fracasado. La escaramuza había dejado una treintena de cadáveres alrededor del Palacio de Miraflores. El teniente coronel, que lucía una boina roja, asumió la responsabilidad histórica de ese momento y se fue preso a la cárcel de Yare, donde mantendría conversaciones con un busto de escayola de Simón Bolívar en los ratos en los que no leía teoría política. En ese amanecer se plantó la semilla para una leyenda que estaba por agrandarse en la próxima década. El muchacho al que despertó todo ese alboroto en la radio y la televisión se llamaba Nicolás Maduro Moros y estaba a punto de cumplir 30 años. Su carrera como conductor del Metro de Caracas no había hecho más que empezar.
Nicolás Maduro, el último muro de la revolución
hace 2 meses
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