
Jihad está sentado a la entrada de su casa en Darmin, en el este de Siria, a poca distancia de los laureles que se llevaron a sus hijos. El hombre, de 71 años, empieza a hablar antes de que nadie le pregunte y su dolor se desborda. “Salíamos al amanecer y volvíamos al anochecer, cargados con sacos de hojas de laurel”, arranca, con una voz firme que poco a poco empieza a fallar. “No sabíamos quién volvería y quién se quedaría en el bosque”, prosigue, mientras las palabras parecen congelársele en la boca.

hace 1 semana
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