Le dijo el diablo a Adrian Leverkühn, el genio protagonista del Doctor Faustus, de Thomas Mann, que “la verdadera pasión solo se encuentra en la ambigüedad y en la ironía”. A los que crecimos con Tarantino, los hermanos Coen, el grunge, las bromas infinitas, el sarcasmo de Seinfeld y los rescoldos de la hoy criminalizada generación X esto nos suena raruno, porque nos han convencido de que la ironía (eje de toda esa cultura popular que mamamos) es un rasgo decadente, la puerta del nihilismo. Irónico es quien no se cree nada, y quien no se cree nada, no se moja en nada y contempla el mundo desde la distancia de un sofá, con una media sonrisa que no es rebelde, tan solo perezosa. Sin embargo, el diablo de Mann cree en la ironía como una fuerza pasional, como el motor de toda creación verdaderamente fértil. Es decir, de la creación demoníaca, porque no hay arte auténtico si no se pacta antes con Satán.
La verdadera pasión de ‘Solo asesinatos en el edificio’
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