
A las cinco de la mañana, cuando todavía es de noche en Coacalco, en el Estado de México, a unos 40 kilómetros del centro de la capital, Mireya Santos ya está en la calle. La mujer de 47 años camina dos cuadras, levanta la mano y se acomoda en el último asiento disponible de una combi, como llaman a las furgonetas del transporte público. “Hoy tuve suerte, a veces espero hasta 20 minutos y voy parada todo el camino”, dice. Los pasajeros con menos suerte que viajan de pie hacen todo tipo de maniobras durante el recorrido de media hora para no caer ante la velocidad, los baches y frenazos del trayecto, pues no hay de donde sujetarse. El silencio para respetar el sueño se interrumpe por los “buenos días” de quienes suben y bajan y las solicitudes de pasar el dinero al chófer. Mireya recibe el cambio y cae en cuenta: “Ya le subieron”. Se refiere al aumento en las tarifas del transporte público en el Estado de México y en la capital, que ha golpeado especialmente a los millones de personas que cada día cruzan el límite entre ambos territorios.




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