José Alejandro Hofmann: el juez que aprendió a caminar a los 14 años y hoy asume procesos como el de Miguel Uribe y Juan Esteban Moreno

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De niño le advirtieron que no viviría más de dos décadas, que jamás caminaría, que ni siquiera lograría hablar con claridad. A los 35 años, José Alejandro Hofmann es juez de la República, encargado de procesos tan sensibles como la audiencia de alias El Costeño, implicado en el atentado contra el exsenador Miguel Uribe, y ahora del caso por el crimen del estudiante de los Andes Juan Esteban Moreno. Su vida —marcada por la exclusión, la rebeldía frente a los pronósticos médicos y una convicción férrea sobre la independencia judicial— es un expediente humano tan extraordinario como los casos que llegan a su despacho.

Hofmann nació en un parto complicado, con el cordón umbilical enredado. La secuela fue devastadora: parálisis total del cuerpo y el anuncio de que difícilmente superaría los veinte años. Lo que siguió fue una infancia que él mismo recuerda como “gris”: días nublados, soledad, rechazo y una colección temprana de imposibles. Aprender a mover una mano, sostener un lápiz o pronunciar una frase se volvieron gestas titánicas en un mundo que no estaba hecho para él. “Nací paralizado de todo el cuerpo”, le dijo en entrevista a José Manuel Acevedo.

Su madre —“mi primera defensora”, dice— se negó a aceptar el destino que le habían dictado. Cuando era apenas un bebé lo llevó a Estados Unidos, donde pasó un año en rehabilitación. Allí logró activar músculos dormidos y adquirir pequeños movimientos que más tarde serían decisivos. Pero al regresar a Colombia, pese a que ella insistió en matricularlo en un colegio, la vida volvió a cerrarse: la enfermedad de su madre lo obligó a dejar las aulas y recluirse entre libros. “Terminé el bachillerato, pero luego ella enfermó y quedé postrado de nuevo, sin ir a la escuela. Fue una época muy difícil: pasaba los días en casa, entre libros prestados y silencio”, recordó.

Hasta que un día, en la Biblioteca Luis Ángel Arango, un profesor universitario se detuvo a observar a ese adolescente que leía sobre liberalismo con una curiosidad desbordada. Le habló. Le ofreció clases semanales de historia, filosofía y economía. Y esa mano tendida, dice Hofmann, “me devolvió las ganas de aprender”.

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Los hitos de su crecimiento parecen retazos de una biografía imposible: caminó por primera vez a los 14 años; aprendió a usar cubiertos también a esa edad; se vistió solo a los 16; y su habla se formó a punta de ejercicios con lápices entre los dientes para liberar la lengua y la faringe.

Aun así, cuando llegó la hora de estudiar una carrera, no tuvo margen para decidir. En su casa la palabra era Derecho, y él obedeció. Hoy reconoce que esa imposición le abrió un camino inesperado: “El Derecho es una construcción humana y, para comprenderlo, hay que entender también a las personas”.

Pero la universidad siguió siendo un territorio hostil. Mientras sus compañeros avanzaban sin obstáculos motores, él batallaba con escaleras, pasillos, miradas incómodas. La vida seguía siendo gris, pero el deseo de abrirse paso era mayor. Al graduarse, alguien le dijo que su techo sería ser citador. No lo escuchó. Sin trajes, sin corbatas —remendaba los pocos que tenía—, empezó desde abajo hasta lograr convertirse en juez de la República. “Siempre fui digno”, repite.

Hoy, a los 35 años, Hofmann ocupa el despacho del Juzgado 37 Penal Municipal con Función de Control de Garantías de Bogotá. Es un cargo que ejerce con la misma determinación con la que aprendió a caminar. Y también con la misma libertad que incomoda a muchos.

En la audiencia de legalización de captura e imputación de alias El Costeño, implicado en el atentado contra Miguel Uribe, dejó constancias procesales que desataron críticas públicas, especialmente del director de la Unidad Nacional de Protección. Audios filtrados —en contra de la orden judicial— alimentaron la confusión y lo pusieron en el centro de la discusión política.

Hofmann aclara: “Jamás declaré la responsabilidad del Estado”. Lo que sí reitera es su preocupación por la estigmatización de quienes ejercen control al poder: ataques a la Corte Constitucional, al Registrador, a periodistas, incluso advertencias de la Conferencia Episcopal sobre el clima de polarización. “Ese ambiente es peligroso para la democracia”, afirma con claridad.

Su visión del riesgo democrático es franca: los autoritarismos comienzan con reformas constitucionales disfrazadas de representación popular. “La democracia no es solo la voluntad de las mayorías: también es el respeto a las minorías. Los cambios deben ser producto de un consenso social, no de la imposición de un gobierno.”, insiste.

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La muerte de Miguel Uribe Turbay, dice, marcó a su generación, así como Galán lo hizo con sus padres, Gaitán con los abuelos y Uribe Uribe con los bisabuelos. “Es una herida que nos compromete con valores democráticos”. Saber quién ordenó y permitió ese crimen —incluidos posibles autores intelectuales y omisiones estatales— puede tomar años, reconoce. Pero la justicia, asegura, es un presupuesto básico para una sociedad civilizada: “En la justicia siempre hay que confiar”.

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En Paloquemao, donde desarrolla buena parte de su trabajo, rechazó soluciones individuales para evitar escaleras: “No era mi problema, era el de todos”. Insistió en cambios estructurales y logró que el edificio avanzara en adecuaciones de accesibilidad. Es su manera de entender el servicio público: no pedir privilegios, sino abrir camino para otros.

Hoy, por su ejercicio, vuelve a ser centro de atención. Esta semana ha estado al frente de las audiencias contra Juan Carlos Suárez Ortiz por el asesinato de Jaime Esteban Moreno. En la tarde de este viernes, 7 de noviembre, durante la reanudación de la diligencia para determinar la medida de aseguramiento, tuvo un accidente que le obligó a recibir asistencia médica. Hoffman se tropezó cuando se encontraba en una sala de jueces y fue trasladado a la Fundación Santa Fe.

El juez que desafió su propio destino hoy enfrenta expedientes que también buscan justicia. A quienes viven con discapacidad, les deja una brújula que conoce bien: “Refúgiense en una biblioteca. Allí están los mundos que permiten transformar el propio”. Y cita a Natalia Ponce de León: “Mientras haya vida, hay esperanza”. Sueña con un final sereno: que en su funeral suene Honrar la vida, de Mercedes Sosa, y que su epitafio repita dos frases que resumen su camino: “Pies, ¿para qué los quiero si tengo alas para volar?” y “De la firmeza nace la esperanza”.

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