Cuando en 1888 el químico Albert Baur se afanaba en su laboratorio para descubrir cómo hacer explotar cosas, no era consciente de la revolución que estaba a punto de gestar. Su objetivo era encontrar un explosivo más potente que el TNT, no explotó nada, pero todo olía francamente mal. Había llegado a lo que en química se conoce como ‘nitroalmizcles’, moléculas aromáticas de perfil similar al almizcle natural, la sustancia odorífera fuerte y acre secretada por el ciervo almizclero (Moschus moschiferus) en época de celo, que excitó –y nunca mejor dicho– la paleta del perfumista de finales del XIX, como las de la Maison Guerlain o la mítica Houbigant.
El embrujo del almizcle: el perfume de una glándula del ciervo que usaba Josefina Bonaparte y que Linneo nombró “la fragancia del sexo”
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