Hace poco, en el teatro, viví una coyuntura estremecedora. Antes de que comenzara la función, en unas pantallas colgadas del bambalinón, apareció el rostro en movimiento de Fernando Fernán Gómez para instarnos a los espectadores a apagar nuestros móviles. Por supuesto, se trataba de un vídeo hecho con IA en el teatro que lleva su nombre, una ocurrencia de su director artístico, según leí después. Funcionó. Ganas me dieron no ya de apagar mi teléfono móvil, sino de deshacerme de él y abrazar el ludismo. Me acordé de esto a raíz de la columna que Sergio del Molino le dedicó a Fernán Gómez el pasado domingo, gracias a la cual descubrí, con gran regocijo, que se reedita El tiempo amarillo, sus fabulosas memorias. “Ya no hay salones tan grandes como el de Fernán Gómez”, tituló. Ni un hombre de esa estatura cabe en las estrecheces artificiales, por muy inteligentes que se crean, añadiría yo.