
Durante años vivió con nosotros un gato que se llamaba Negrín. Se lo habían encontrado recién nacido nuestras hijas en los aparcamientos de la urbanización de Rota donde pasábamos los veranos. Lo habían llevado a nuestra casa, y yo caí en la tentación de ponerle un plato con leche. Cuando Almudena vio la escena, empezó a regañarnos con el sentido común que a nosotros nos faltaba. La verdad es que era una locura responsabilizarnos de un gato porque vivíamos entre dos ciudades y muchos viajes, sometidos a unas costumbres de ida y vuelta que hacían poco aconsejable recibir con dignidad a una mascota en la familia. Al comprender que Almudena no quería que nos quedásemos con el gato, nuestras hijas tuvieron la idea de bautizarlo. Mamá, se llama Negrín, y todo cambió de golpe, no de golpe de Estado, sino de golpe de nombre, porque en las palabras caben muchas cosas, y en aquel animal que ellas habían encontrado en la calle vivió de pronto la historia de España, la memoria que estaban acostumbradas a oír una y otra vez en la mesa de la cocina, en el sofá donde veíamos la televisión o en el coche que cruzaba las ciudades y la memoria de los paisajes. El nombre de Negrín hizo imposible un nuevo exilio, el gato se quedó con nosotros, se quedó para siempre, más allá de los años y la muerte, porque yo recuerdo todavía con mucha frecuencia la imagen de Almudena sentada delante del ordenador, en medio del argumento de una novela o de un artículo para el periódico, con Negrín sobre sus piernas. La memoria histórica de aquel gato con nombre de protagonista de la República Española forma parte de mi memoria más íntima. Ante un ordenador apagado o un sofá solitario, convivo con mis recuerdos y les digo que no, no pasarán.

hace 1 semana
11








English (US) ·
Spanish (CO) ·