A los 20 todo duele más: el amor, el tiempo y la idea de fracasar

hace 2 semanas 12

Nimiedades, JAVA.

“A veces se sueña con tener tiempo, con volver a empezar, con no sentirse tan perdido. Y aunque parezca que nada avanza, algo sí lo hace: uno mismo. Los 20 son el laboratorio de la identidad”.

Por JAVA.

No hay nadie más perdido y confundido que aquel que está en sus 20 y siente que ya se le acabó el tiempo. Es la edad en la que se cree que todo debería estar resuelto, cuando en realidad todo apenas comienza. Uno se despierta con la sensación de estar corriendo detrás de algo que no se alcanza, como si la vida fuera una carrera con una meta invisible. A veces se siente que todos los demás ya llegaron, y uno sigue ahí, quieto, tratando de entender cómo se suponía que debía empezar.

El amor

A los 20 se empieza a comprender que el amor no siempre salva, que no todo vínculo deja huella y que hay abrazos que solo sirven para recordar la soledad. Es la edad en la que uno teme no haber amado de verdad, o haberlo hecho demasiado tarde, o con la persona equivocada. Se siente que todos ya encontraron a alguien, que el amor se reparte en parejas felices que posan para las redes mientras uno aprende a cenar solo.

Y lo más duro no es la soledad, sino la duda: ¿y si nunca me llega?, ¿y si no soy suficiente para que alguien se quede? En esa etapa, el amor se idealiza y se teme al mismo tiempo. Se busca en lugares que no corresponden, se entrega de más o se guarda de todo. Hay relaciones que duran semanas pero dejan cicatrices de años, y otras que parecen eternas pero no logran llenar el vacío. Amar en los 20 es, sobre todo, aprender a perder sin perderse.

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La amistad

También es la década en la que las amistades cambian de forma. Los amigos del colegio o la universidad se alejan, no por falta de cariño, sino porque la vida empieza a empujar a cada uno hacia un camino distinto. Ya no hay tiempo para las largas conversaciones sin propósito, ni para los planes improvisados. La adultez fragmenta los vínculos, y uno se da cuenta de que la amistad también necesita madurar, o se marchita.

Se aprende que hay amigos que se quedan, aunque se vean poco, y otros que desaparecen sin explicación. Se aprende que no todo vínculo debe durar para siempre y que no por eso deja de haber sido importante. Pero la soledad se siente igual. Los 20 son la edad en la que se empieza a echar de menos incluso a los que todavía no se han ido.

La comparación

Quizás la herida más grande de esta crisis es la comparación. En un mundo donde todo se muestra, es imposible no mirar hacia los lados. Se ve a gente más joven triunfando, viajando, amando, siendo “feliz”. Y uno, en cambio, revisa su vida como si fuera una lista incompleta. Falta el empleo soñado, falta la estabilidad, falta el propósito, falta la certeza. Falta algo que no siempre se sabe nombrar.

Las redes sociales hacen creer que todos avanzan, menos uno. Pero nadie publica sus noches de insomnio, sus crisis de ansiedad, sus días de duda. Todos ocultan la parte humana, esa que precisamente nos iguala. Aun así, la mente se convence de que la vida se mide en logros, y cada fracaso pesa como una derrota personal.

La familia

En medio de todo eso, llega una conciencia nueva y dolorosa: los padres envejecen. Aquellos que antes parecían invencibles ahora se cansan más, repiten las mismas historias, y uno empieza a notar detalles que antes pasaban inadvertidos: las arrugas, las manos temblorosas, el silencio después de la cena. De pronto se entiende que no son eternos, que en algún momento habrá que aprender a vivir sin ellos.

Esa idea sacude, rompe algo adentro. Porque crecer también es ver cómo los héroes se vuelven humanos, cómo la casa que fue refugio se convierte en recuerdo. Y entonces aparece la culpa: por no visitarlos más, por discutir por tonterías, por haber creído que siempre estarían ahí.

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El miedo

El miedo en los 20 es omnipresente. Miedo a fracasar, a elegir mal, a perder el rumbo, a no ser suficiente. Miedo a quedarse solo, a no cumplir expectativas, a envejecer sin haber vivido. Es un miedo que no siempre se grita, pero que pesa todos los días. Se esconde detrás de las bromas, de las fiestas, del “todo bien”. Pero no siempre todo está bien.

Ese miedo también impulsa. Hace moverse, estudiar, probar, cambiar. Pero cuando se vuelve excesivo, paraliza. Es el miedo a no tener control, a aceptar que el futuro no depende solo del esfuerzo. Nadie lo enseña, pero gran parte de la vida consiste en aprender a convivir con esa incertidumbre.

Los estudios y el trabajo

Los 20 también son la edad del desencanto académico. Después de años creyendo que un título lo resolvería todo, llega la realidad: no hay garantías. Muchos salen de la universidad para enfrentarse a la precariedad, al desempleo, o a trabajos que no reflejan lo que soñaron. Otros ni siquiera saben si estudiaron lo correcto.

Es ahí donde aparece la frustración: se supone que uno estudia para tener seguridad, pero la seguridad se volvió un lujo. Y aun así, hay que seguir, porque detenerse parece peor. Algunos se reinventan, otros se resignan, pero casi todos comparten la misma sensación de estar corriendo en círculos.

Los sueños

En medio del caos, sobreviven los sueños. Algunos se apagan, otros se transforman. Lo que a los 15 parecía una certeza, a los 25 se vuelve una duda. Pero eso no es derrota, es madurez. Aprender a cambiar de sueño también es una forma de crecer.

A veces se sueña con tener tiempo, con volver a empezar, con no sentirse tan perdido. Y aunque parezca que nada avanza, algo sí lo hace: uno mismo. Los 20 son el laboratorio de la identidad. No hay fórmulas, no hay rutas seguras. Hay tropiezos, aprendizajes y, sobre todo, pequeñas luces que se encienden cuando uno se atreve a detenerse y mirar atrás.

***

Quiero pensar que al final, la crisis de los 20 no es una caída, sino una transición: es la vida pidiendo espacio, reclamando autenticidad, es la mente ajustándose a la realidad y el corazón aprendiendo a estar en paz con el ritmo propio; y que todo lo que ahora parece incertidumbre, después se recordará como el tiempo en que se empezó a ser uno mismo y a construir el inicio de la propia felicidad.

Porque no hay nada más humano que sentirse perdido cuando se empieza a encontrar el camino.

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