A la intemperie

hace 7 horas 7

“La intemperie es, en la exterioridad, la naturaleza; en la interioridad, el lenguaje, la palabra, la metafísica, los símbolos, el fuego”.

Por Johan Sebastián Ochoa Alzate.

  • De cuando en cuando recobramos la conciencia de la herida, la hendidura, la desgarradura; nos reconocemos a la intemperie, sin máscaras ni escafandra, sin discursos, a veces sin consuelo, sin palabras. En los días de la inopia, del hambre, de la sed. En los progresivos días cuando el sol puede secar los huesos. En los días de la catástrofe. En nuestras calamidades cotidianas.

    La intemperie es el tiempo de la fatalidad. Es el lugar de lo inhóspito. Deviene causa que ata y desata. Es el desierto donde las fuerzas de lo humano se baten. Es un puente temporal. También estamos a la intemperie cuando llueve dentro; o en nuestras sequías espirituales o morales. Cuando la muerte, siempre en entredicho, se pronuncia de manera irrevocable. Cuando el destino clava sus garras en nosotros.

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    Pues es a la intemperie cuando acontece la vida como pathos, como experiencia del dolor manifiesto de la existencia humana. La intemperie es nuestro medio natural. Todo cuanto domina —o pretende dominar— el ser humano, los saberes del fuego y la palabra, la téchne, es una deriva de las flaquezas ante ese entorno; también una forma de profundizar en él —en un plano simbólico o metafísico, tal vez—, y también un desierto que crece. Pese a todo, somos aún ferales, cazadores y presas en una dialéctica salvaje.

    Por vivir a la intemperie, el ser humano descubrió las profundidades cavernarias, encontró en ellas un refugio, un abrigo húmedo. En su mente, también descubrió las profundidades del pensamiento, entró en ellas mediante la introspección, la lógica. Fruto no solo de la lógica, sino también de su ambigüedad moral, de sus pasiones más indomesticables.

    Puede leerse en dos relatos fundacionales de Occidente, el libro del Génesis y, por otro lado, el mito de Prometeo —en la versión de Platón en Protágoras—, cómo el ser humano era la precariedad misma en el mundo (y lo de estos relatos no dista mucho de la evolución): pobrísimo, desprovisto, inhábil, débil y vulnerable entre una rica profusión de especies con garras prestas, rigurosos dientes, mordaz veneno.

    En los diálogos de Protágoras, Platón relata el episodio del robo del fuego, con el que Prometeo subsanó a las primeras “razas mortales” de la mala distribución de cualidades que hizo su hermano Epimeteo. En el Génesis se narra cómo Adán y Eva habían sido desamparados como castigo:Maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida” (3:17).

    Los míticos padres de la especie, expulsados del Edén, quedaron apenas provistos de entendimiento para sobrevivir, con un par de túnicas, y sabiendo el bien y el mal: He aquí el hombre es como uno de nosotros, sabiendo el bien y el mal” (Génesis 3:22). Quedaron a la intemperie, en una tierra agreste y difícil; más estéril aun por el primer crimen de la especie, la muerte de Abel a manos de Caín.

    Tanto el conocimiento del bien y del mal como el saber hacer con el fuego significaron el acceso a la consciencia para el ser humano. Prometeo robó un conjunto de técnicas para valerse de lo natural, la manera de fulgir, de hacerse herramientas; por tanto, robó un saber primitivo, rampante de camino a la sapiencia. Adquiriendo el logos el ser humano se trazó menos libertades y más límites, lo encerró el ser y, separándose de las cosas, percibió un tiempo finito, discontinuo, circular. De acuerdo con Giorgio Colli (2010), “¿Qué otra cosa, sino el «logos», es un producto del hombre, en el que el hombre se pierde, se arruina?” (p. 30).

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    Derivado de las técnicas del fuego, la agricultura, y los saberes primigenios, la téchne condujo a las prácticas que conformaron el acervo cultural de las comunidades humanas, sus ethos, la moral, la familia y todas las instituciones sociales. La salida de la situación nómada coincide entonces con la salida a la intemperie de lo simbólico. La intemperie es, en la exterioridad, la naturaleza; en la interioridad, el lenguaje, la palabra, la metafísica, los símbolos, el fuego.

    Pero el ser humano, la materia que lo compone, su carne, sus huesos, su cerebro, su mente hábil, son el escenario de una lucha de fuerzas o, simplemente, de pasiones, que ponen en jaque su racionalidad. Cualquier institución —por supuesto, de invención humana— es un encubrimiento, pero es cierto que la constante estabilidad es, tal vez, una ficción que necesitamos. Como nuestros antepasados primitivos, necesitamos el fuego y la hoguera en nuestras hondas cuevas para no sentirnos tan expuestos, tan vulnerables, tan frágiles, tan vanos.

    Referencias

    Colli, G. (2010) El nacimiento de la filosofía. Buenos Aires. Tusquets Editores.

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