Reportes

hace 21 horas 6

Café con ideas, Juan Ramírez.

“La necesidad de registrar todo ha cambiado nuestra manera de entender el mundo. No es el registro en sí lo que está mal (…), sino el modo en que se han convertido en el fin mismo, en una ficción de la acción”.

Por Juan Ramírez.

Lo que no pasa por el lente de una cámara, un celular o un documento no existe y, si existe, no importa. Esa parece ser la máxima de nuestra época: nada vale si no se puede demostrar con una foto, un pantallazo o un informe. Trabajar ya no basta; hay que dejar constancia. Hemos pasado de hacer las cosas a demostrar que las hicimos, como si la evidencia valiera más que el hecho.

La obsesión por la prueba no se limita a las redes o a la vida laboral; ha penetrado incluso en la educación. En la escuela, por ejemplo, no importa tanto si el profesor enseña o no; lo importante es que envíe la foto a los padres donde se vea a los niños pintando o haciendo la tarea. Esa simple acción refuerza la lógica del panóptico del siglo XXI, donde todos observamos y somos observados, y la privacidad se vuelve un lujo. Lo mismo ocurre con los docentes: los directivos les piden más reportes, formatos y registros que resultados reales. Se confunde el acto de documentar con el de hacer, como si llenar planillas fuera sinónimo de enseñar o de pensar.

La educación es solo un espejo. En casi todos los oficios sucede igual: lo que no se puede archivar parece no existir. El éxito se mide por el tamaño del informe, la cantidad de fotos o la minuciosidad del reporte. La acción, sin evidencia, se ha vuelto invisible.

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La necesidad de registrar todo ha cambiado nuestra manera de entender el mundo. No es el registro en sí lo que está mal —los protocolos y las evidencias cumplen una función—, sino el modo en que se han convertido en el fin mismo, en una ficción de la acción. Como si la pose y el selfie le hubieran ganado definitivamente a la realidad, y habitáramos un mundo donde nada existe más allá del documento o de la imagen.

Las reuniones hay que escribirlas, los debates hay que reportarlos y hasta los momentos de diversión deben ser mostrados. Todo debe quedar consignado para poder ser validado por otros. La experiencia sin registro parece carecer de valor.

Un ejemplo puntual de esto lo tenemos en el mundo del libro. En la reciente publicación de la revista Gaceta, se publicó la entrevista que se le realizó a Pilar Gutiérrez sobre el fin de la editorial Tragaluz. Allí, Pilar contó una de las tantas experiencias cuando fue invitada a un evento para hablar del mundo del libro. Lo que se encontró no fue lo que esperaba: todas las charlas giraron en torno a cifras, porcentajes y estadísticas. El libro, paradójicamente, no apareció por ninguna parte. “Claro que son importantes las estadísticas”, dijo ella, “pero nadie está reflexionando sobre qué tipo de libros se leen ni cómo estos fomentan el pensamiento. (Leer la nota completa https://gaceta.co/contenidos/el-fin-de-tragaluz).

Esa anécdota ilustra con claridad lo que ocurre en casi todos los ámbitos: se mide la cantidad, pero no la calidad. Contamos, clasificamos, tabulamos, pero dejamos de pensar qué es lo que realmente estamos contando. Medir y calcular se volvieron más importantes que lo que se mide y se calcula.

Puede juzgarse de esta forma todo cuanto se imagine. No es la calidad de vida, sino cuánto se vive; no es la profundidad del pensamiento, sino la rapidez con que se opina. No es el silencio, sino el ruido que se genera. No es la experiencia, sino la evidencia que se publica. No es el sentir, sino el mostrar que se siente.

El resultado de todo esto no es más que una ilusión que se difumina al momento de mirar a profundidad cuál es en realidad el contenido de las cosas. Se cree que se sabe porque se tiene la información a la mano, y eso nos hace sentir seguros de cuestiones de las que nada conocemos. De ahí surgen exposiciones brillantes creadas con inteligencia artificial, pero de las cuales ni siquiera el presentador está seguro de lo que habló.

El exceso de registro nos ha vuelto espectadores de nuestra propia vida. Sacamos la foto antes de mirar, anotamos antes de entender, publicamos antes de sentir y nos miramos hacer las cosas para poder contarlas después, ignorando que en ese mismo instante se nos escapa lo esencial: la vivencia que no necesita testigo.

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