Cada palabra de Gustavo Petro se ha convertido en un dardo envenenado contra la verdad y contra la oposición. Su gobierno es un laboratorio de manipulación, donde las cifras se retuercen y las narrativas se distorsionan para encubrir lo que realmente es: un saqueo con firma oficial.
Su reforma tributaria es el ejemplo perfecto de su estilo: un paquete de mentiras recubiertas de discursos populistas. Promete justicia social, pero entrega miseria. Se presenta como la redención de los pobres, pero los condena a un futuro sin inversión, sin empleo y con un Estado que exprime cada peso de quienes producen. Es el verdugo fiscal de Colombia, sin importar el costo humano ni económico.
A Petro no le interesa gobernar, le interesa dividir. Su estrategia es clara: señalar enemigos, inventar culpables y sembrar odio entre los colombianos. Hoy son los empresarios, mañana los medios, luego las cortes, y siempre la oposición. Para él, quien no se arrodilla a sus delirios se convierte automáticamente en «enemigo del pueblo».
El Presidente prometió un cambio, y lo cumplió: cambió la esperanza por incertidumbre, la confianza por desconfianza y la estabilidad por caos. La inversión extranjera huye, los jóvenes emigran y las familias sienten cada día que el dinero alcanza menos. ¿Ese es el «cambio» que ofreció? Una nación empobrecida, polarizada y sin horizonte.
Petro vende un discurso de igualdad, pero lo único que reparte con eficiencia es la miseria. Con su política energética ha puesto a tambalear un sector que representaba estabilidad y confianza para el país. Ataca a la industria del petróleo y del carbón con una irresponsabilidad infantil, mientras el mundo avanza en transiciones graduales y ordenadas. Colombia, bajo Petro, se convierte en un experimento ideológico donde se sacrifican millones de empleos en nombre de su dogma.
La inflación, que golpea con fuerza a los más pobres, es hija de su improvisación y de sus discursos incendiarios. La canasta familiar se encarece, la gasolina sube, la confianza cae, y el gobierno solo responde con excusas y acusaciones. Petro no asume responsabilidades: siempre busca culpables externos para encubrir su ineptitud interna.
Su discurso contra los “ricos” es una farsa. Mientras se autoproclama defensor del pueblo, su círculo cercano se enriquece con contratos amañados, burocracia desbordada y favores políticos. Petro habla de moral, pero practica la doble moral: exige sacrificios a los ciudadanos mientras su gobierno derrocha recursos y multiplica la nómina estatal.
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Petro no construye, destruye. No une, fractura. No lidera, impone. Es un odiador profesional que ha hecho de la confrontación su único método de gobierno. Colombia merece un presidente que inspire respeto, no uno que viva alimentándose del resentimiento y el rencor.
El sistema de salud, orgullo nacional durante décadas, también es víctima de su apetito destructor. Quiere desmantelarlo para reemplazarlo por un monstruo estatal ineficiente, centralizado y corrupto, que pondrá en riesgo la vida de millones de colombianos. Todo bajo el pretexto de «acabar con la intermediación», cuando en realidad su reforma solo busca control político sobre la salud de los ciudadanos.
Su manera de gobernar es un espejo de lo que siempre ha sido: un agitador. Nunca un constructor, nunca un estadista, nunca un conciliador. Petro no llegó a la Casa de Nariño para unir a Colombia, llegó para cobrarse cuentas personales, para ajustar viejas venganzas y para probar en carne viva sus experimentos ideológicos. Y en ese camino está arrastrando al país entero hacia la ruina.
El panorama internacional tampoco es ajeno a sus desvaríos. Ha convertido la política exterior en un circo, acercándose a dictaduras fracasadas como Cuba, Nicaragua y Venezuela, mientras aleja a Colombia de aliados estratégicos que han garantizado inversión y cooperación durante décadas. Petro prefiere codearse con tiranos que con demócratas, porque en el fondo sueña con imitar sus modelos autoritarios.
El problema de Petro no es solo su ineficiencia, es su odio. Odia al empresario que genera empleo, odia al productor que sostiene la economía, odia a la clase media que le exige resultados, odia a la prensa que lo cuestiona, odia a la oposición que lo desenmascara. Petro se ha convertido en un predicador del resentimiento, un sembrador de división, un presidente que confunde liderazgo con hostigamiento.
Y mientras tanto, el país se hunde en la inseguridad. Los grupos criminales se fortalecen, la extorsión crece, las masacres se multiplican, y el gobierno responde con pactos oscuros y concesiones disfrazadas de «paz total». Lo que Petro llama paz es, en realidad, un cheque en blanco a los violentos para expandir sus negocios ilegales. Nunca antes los delincuentes tuvieron tantas garantías y los ciudadanos tan poca protección.
Petro es el reflejo de lo que nunca debimos permitir: un resentido gobernando desde la rabia y el odio. Su mandato no es un proyecto de nación, es un ajuste de cuentas contra la historia, contra la democracia y contra la prosperidad de Colombia.
Lo suyo no es un gobierno, es un asalto en cámara lenta contra la esperanza de un pueblo.
La pregunta es: ¿cuánto resistirá Colombia antes de despertar de este engaño? Porque Petro pasará, como pasan todos los caudillos disfrazados de salvadores, pero el daño que deja será profundo y duradero. Y cuando miremos atrás, quedará claro que su mayor legado no será la transformación ni el progreso, sino la destrucción, la mentira y el odio.
Y si algo sellará su gobierno será la vergüenza internacional: Colombia terminará descertificada, convertida en un paria ante el mundo, aislada de la cooperación, de la inversión y del respeto. Ese será el verdadero legado de Gustavo Petro: haber hundido a la nación en la ruina moral, económica y diplomática.
Y cuando la historia lo juzgue, no aparecerá como un reformador ni como un visionario, sino como el presidente que hizo de la mentira su bandera y del odio su religión. Será recordado como el jefe de Estado que hundió la economía, desangró la democracia y sembró división en cada rincón del país. Un destructor disfrazado de salvador. Petro pasará a la historia como lo que realmente es: el presidente del fracaso, el traidor de la confianza ciudadana y el sepulturero de la nación.
No dejó un legado de grandeza, dejó un cadáver institucional. Y lo peor, lo hizo con orgullo, como si la ruina de Colombia fuera su victoria personal. Esa será su herencia: un país descertificado, aislado y humillado, víctima del odio enfermizo de su gobernante.
@JuanDaEscobarC
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