Paz en Colombia: crónica de un fracaso anunciado

hace 1 día 11

Paz en Colombia: crónica de un fracaso anunciado

Resumen: Fracaso anunciado: Análisis crítico de la 'Paz Total' en Colombia. ¿Están la sociedad y los grupos armados listos para la paz real?

Este resumen se realiza automáticamente. Si encuentra errores por favor lea el artículo completo.

La historia, esa maestra terca y a menudo cruel, se repite en Colombia con una puntualidad descorazonadora. El anunciado fracaso de la llamada «Paz Total» no es más que el último capítulo en una saga de intentos fallidos por silenciar los fusiles. Y duele admitirlo, pero la conclusión se vuelve ineludible: ni los protagonistas armados, ni, me atrevo a decir, una gran parte de la sociedad colombiana, estamos verdaderamente preparados o dispuestos a emprender el arduo camino hacia una paz real. Los procesos se estrellan no solo contra la intransigencia de los violentos, sino contra la profunda división y la apatía de un país que parece haberse acostumbrado al conflicto como a una enfermedad crónica.

Seamos brutalmente honestos: ¿por qué renunciaría alguien en la ilegalidad a ese cóctel embriagador de poder, dinero fácil, control territorial y la capacidad de infundir terror? Póngase usted en la piel de quien ha escalado posiciones en un grupo armado, sea por convicción retorcida o por las circunstancias que fueran. Renunciar a mandar, a enriquecerse sin límites, a tener acceso a placeres y lujos comprados con sangre, a ser temido… ¿a cambio de qué? ¿De una reinserción incierta en una sociedad que lo desprecia y un Estado que a menudo incumple? La cruda verdad es que el «botín», ese amasijo de poder y riqueza ilícita, es demasiado tentador como para entregarlo voluntariamente.

El acuerdo con las FARC-EP es el ejemplo paradigmático de esta tragedia. Se negociaron condiciones, se firmó un papel histórico, pero una facción significativa nunca dejó las armas ni el negocio del narcotráfico y la extorsión, mutando en disidencias que hoy nos atormentan. Y para añadir sal a la herida, el Estado, por falta de voluntad política o simple incapacidad, tampoco cumplió a cabalidad su parte del trato con quienes sí se desmovilizaron, fallando en garantizar seguridad, bienestar y proyectos productivos viables. Ese cacareado «equilibrio» entre justicia, verdad y pragmatismo se rompe siempre por el lado más frágil, sembrando desconfianza y allanando el camino al rearme.

Pero la culpa no reside únicamente en los despachos gubernamentales o en las guaridas de los ilegales. Miremos hacia adentro, hacia nosotros mismos como sociedad. ¿Estamos dispuestos a cambiar? ¿O seguimos esperando que la transformación venga del otro, del vecino, del gobierno, del excombatiente, mientras nosotros nos aferramos a nuestros prejuicios y resentimientos? Exigimos condiciones imposibles, nos polarizamos hasta el extremo ante cualquier intento de acuerdo y nos rasgamos las vestiduras, pero pocos están dispuestos a ceder, a perdonar de verdad, a construir puentes. Queremos la paz, sí, pero una paz a nuestra medida, que no nos incomode ni nos exija sacrificios.

Ante este panorama, surge la pregunta incómoda: ¿le ha faltado contundencia al Estado? No hablo de la brutalidad ciega, sino de la firmeza estratégica. ¿De qué sirven los diálogos si no hay consecuencias reales para quienes los incumplen o los utilizan como pantalla para fortalecerse? Tal vez, solo tal vez, la mano tendida de la negociación deba ir acompañada de una capacidad disuasoria y coercitiva creíble por parte del Estado, dejando claro que la generosidad tiene límites y que la opción militar sigue sobre la mesa para quienes se burlan de la paz y de la ley. Esa falta de firmeza, esa vacilación, a menudo es interpretada como debilidad por los violentos.

Al final, cualquier proceso de paz diseñado desde arriba, por políticos o gobiernos de turno, será insuficiente si no se produce una transformación mucho más profunda. La paz duradera no se firma en La Habana ni en Ralito; nace, o debería nacer, en la mente y el corazón de cada colombiano. Pero ¿cómo esperar esa «paz mental» individual cuando las cifras de riñas callejeras, violencia intrafamiliar, asesinatos por intolerancia, hurtos y la eliminación del otro por pensar diferente o tener más, no hacen sino aumentar? Suena a cliché desgastado, lo sé, pero la paz nacional es un imposible mientras sigamos cultivando la guerra en nuestras relaciones cotidianas y en nuestro propio interior.

Entonces, ¿son los procesos de paz un fracaso absoluto? Quizás. Son, como bien se ha dicho, apuestas valientes, pero inherentemente imperfectas, complejas y dolorosas. Requieren un compromiso férreo y sostenido que, hasta ahora, ni la sociedad ni el Estado colombiano hemos demostrado tener a largo plazo.

Pero, y aquí reside la amarga paradoja, siguen siendo la única alternativa racional a la barbarie. Renunciar a intentarlo, a pesar de los fracasos, sería condenarnos a un ciclo vicioso de violencia sin fin. La indignación por los fallos no puede cegarnos ante la necesidad de seguir buscando, tercamente, una salida, aunque esa salida requiera cambios culturales y sociales que tomarán generaciones.

Las opiniones que aquí se publican son responsabilidad de su autor.

Leer el artículo completo