Gabriel, la guerra y la música

hace 12 horas 2

Voces cotidianas, Andrea García

“Los estallidos que llenaron su vida ya no fueron los de las armas, sino los golpes sonoros del “llamador” (tambor); sin desconocer, por supuesto, que la guerra no había (ha) terminado”.

Por Andrea García.

En un movimiento agitado, él lleva sus manos contra un objeto pintado de un color ancestral. Un sonido brota como respuesta, pero no con enojo, sino con un sentimiento de alegría por aquel bienaventurado encuentro. La faena no concluye aún. Los golpes se repiten una y otra vez. Se intercala la intensidad, la velocidad y el punto de contacto. La imagen que se produce es la conjugación de un hombre y un instrumento, quienes se convierten en una sola composición que ha creado el destino.

Gabriel es percusionista y su habilidad, seguramente, posee ingredientes heredados de sus padres; de aquel carpintero que confabuló toda su vida con la madera y de aquella maestra que se dedicó con obstinación a acompañar la niñez en medio de vicisitudes y tempestades.

Él ha recorrido varios lugares de Colombia, e incluso ha traspasado sus fronteras, conducido, la mayoría de las veces, por la música. Y digo la mayoría de las veces porque existen también otras razones que lo han forzado a movilizarse de un lugar a otro, no para compartir una de sus grandes pasiones, sino para salvaguardar su vida y la de su familia: “Nosotros vivimos en Sonsón, después nos fuimos a vivir a Nariño, porque mi abuela, la mamá de mi mamá, tenía una finca en Nariño, ¿cierto?, entonces nos fuimos a vivir a Nariño y mi mamá se fue a enseñar a una escuela rural que quedaba cerca de la finca, pero en esa época estaba muy metida la guerrilla allá, vivía allá, entonces hubo la toma guerrillera, la de Karina, y entonces nos fuimos de allá, pues casi que toda la familia, todas mis tías y mi abuela y todo, se fueron para Medellín.

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A diferencia del resto de su familia, Gabriel, sus padres y su hermano se quedaron en el Oriente antioqueño, porque aquí, a través de algunos conocidos, habían logrado conseguir un lugar para vivir y ciertas oportunidades laborales. Estando en esta subregión de Antioquia, su madre consiguió trabajo en un Centro Educativo Rural como profesora de primaria. Dicha institución se encontraba ubicada en el municipio de La Ceja y funcionaba bajo el modelo de Escuela Nueva, atendiendo a niños y niñas que conformaban los grados desde preescolar a quinto.

Pero como una paradoja, aunque cambiaron de municipio, el lugar al que llegaron también estaba gobernado por un grupo armado: “los paramilitares. […] Mi mamá y yo toda la semana vivíamos en la vereda. Entonces, a ella casi siempre la invitaban a quedarse en fincas o en casas cercanas pues así, pero muchas veces por trabajos o a veces le cogía la tarde y nos quedábamos en la escuela, en la casa del viviente, pero a mi mamá le aterraba, obviamente, porque, no todas las noches, pero sí muchas veces, llegaban ellos allá; nunca llegaron como a meterse como tal, pero sí formaban muchas cosas e incluso dejaban mucha basura, de drogas y un montón de cosas, y hay veces que llegaban los niños y ellos todavía estaban ahí y mi mamá tenía que…, pues iba y hablaba con el jefe de ellos como para pedirles el favor que si se podían correr o como alguna cosa, pues. Ya el fin de semana sí nos regresábamos para La Ceja, lo que era el viernes por la tarde nos veníamos y ya otra vez el lunes [volvían a la escuela]. Yo me acuerdo que mi mamá me bañaba y me vestía de una vez pa’costarme, porque nos levantábamos tipo 3 de la mañana pa’irnos en un lechero para estar allá en la escuela otra vez toda la semana y así, era una rutina siempre, esa era la rutina”.

Es inevitable no pensar en la fortaleza de esa madre y maestra; en esa escuela que se convirtió en vivienda, en refugio, en resguardo ante un peligro evidente. Gabriel menciona que cuando era niño no lograba ver las cosas como las ve ahora, “hoy es cuando uno se pone a pensar: uy, mi mamá sí se aguantó mucho tiempo, pues, es que eso era pa uno irse”.

Y, efectivamente, con el tiempo se fueron. Su madre encontró trabajo en otro lugar y él, ya siendo un adolescente y estando en el colegio, se encontró inesperadamente con la música, la cual marcó su destino. Desde ese momento, los estallidos que llenaron su vida ya no fueron los de las armas, sino los golpes sonoros del “llamador” (tambor); sin desconocer, por supuesto, que la guerra no había (ha) terminado.

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