De tomar el sol embadurnados en Coca-Cola como símbolo de estatus al moreno como bandera reaccionaria: el bronceado es una cuestión política

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En su primer libro, Los armarios vacíos, Annie Ernaux escribe: “Me he puesto un vestido muy corto, después de echarme en las piernas un mejunje a base de achicoria para broncearlas”. Su autoficción, que evoca un verano de provincias francés a finales de los cincuenta, confirma que los inventos para presumir de piel dorada no son ni recientes ni exclusivos de la Península. Frente al sucedáneo del café que usaba la ganadora del Nobel, aquí siempre ha gustado tirar del ingrediente estrella de nuestra gastronomía: “Recuerdo utilizar aceite de oliva virgen directamente sobre la piel para ‘potenciar’ el moreno”, dice María Almendros, almeriense de 37 años, que se lo untaba porque todas en su clase lo hacían. “Antes de tumbarme al sol, yo me echaba crema Nivea, la de la caja azul, porque se suponía que al ser grasa hacía de lupa y te ponías más morena”, confiesa Ana Pozo, madrileña de 38 años. Otras recuerdan mezclar esa misma crema con Mercromina, colocarse frente a espejos para multiplicar la radiación, tomar el sol en el agua o empezar la jornada con una potente exfoliación para que la piel estuviera más sensible. Coca-Cola, zumo de zanahoria, de limón o miel rebajada, la lista de la compra de algunos de los que tomaban el sol en los ochenta o noventa era tan variada como letal para la piel. A casa se llevaban un bonito rebozado cutáneo cuando esos mejunjes entraban en contacto con la arena de la playa, quizá alguna quemadura y, sin duda, un daño solar sobre la piel de recuerdo para toda la vida.

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