¡Cómo pasan los años!
Resumen: Sea el disfraz que sea, permitamos que los niños gocen, griten y rían, dejemos a un lado esas teorías satánicas que se han inventado
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Debo admitir que al llegar los dos últimos meses del año me embriaga la nostalgia, aclarando que nostalgia no es sinónimo de tristeza; la nostalgia es una emoción compleja que puede mezclar la melancolía, el placer y el afecto por un recuerdo del pasado, no todos los recuerdos son tristes, existen recuerdos que generan alegría; otros no.
Caminando, como suelo hacerlo cotidianamente, recordé aquellas calles empinadas de la ciudad, donde desfilaban, en los años setenta, los más insólitos, curiosos y llamativos disfraces, la creatividad de niños y jóvenes era tan grande que desbordaba todo límite; basta decir que, de cualquier trapo, papel o cartón, salían los más vistosos vestuarios, máscaras o antifaces. Algunos tomaban prestado del escaparate del abuelo o del papá un saco grande con su respectivo pantalón, el cual rellenaban de trapos viejos hasta quedar muy parecido al muñeco de año viejo; ese era el inigualable e inconfundible disfraz de viejito.
Eran los años en que la inventiva e imaginación transformaban el papel globo de diferentes colores en un atuendo de indio, disfraz típico y tradicional de las noches de Halloween, no faltaba la niña que sacándole jugo a su vestido de primera comunión se vistiera de reina, hada o princesa. En esos años maravillosos eran populares las gitanas, campesinas, rockeros, travestis y bobos, entre otros disfraces; todos hechos en casa, con el sello de la mamá o de una tía modista. Era muy poco el dinero que invertía quien quería tener la indumentaria para la noche de las brujas, solo se requería ganas y creatividad.
Como no falta el aguacero en la noche de las brujas, había que esperar a que amainara la lluvia para seguir desfilando y pidiendo dulces de todos los tamaños, marcas, sabores y colores. Casa por casa tocábamos la puerta y sentenciábamos el crecimiento de la nariz a quien no nos diera dulces cantando el estribillo: «triqui, triqui Halloween, quiero dulces para mí…». No faltaba la viejita regañona que se enojaba o el solterón amargado que nos ignoraba. Al final de la jornada resultábamos con las manos y los bolsillos llenos de confites envueltos y desenvueltos, los que sin lugar a dudas eran causantes de fuertes dolores estomacales; las más escasas eran las chocolatinas, ya que eran muy costosas, y los más comunes eran los confites en formas de morita y los de anís o aguardiente como les decíamos.
Lo importante era que había ración de dulces para muchos días, claro está, controlados y escondidos por la mamá. En el carnaval de dulces, disfraces y alegría, nadie miraba con recelo o envidia el disfraz del otro, porque el estrato social no se diferenciaba, como niños solo nos importaba ver caer desde un balcón puñados de confites lanzados a la jura. Indiscutiblemente los disfraces de Halloween alegraban las calles de los barrios porque los centros comerciales aún no hacían parte del paisaje citadino, el parque automotor, especialmente las motos, eran escasas, lo que daba un aire de tranquilidad a los desplazamientos nocturnos.
Recuerdo que en la escuela nos celebraban la Fiesta del Niño, así la llamaban, era un día repleto de felicidad que añorábamos todo el año. Pasó el tiempo y el Halloween fue perdiendo su encanto, esa chispa infantil se fue apagando y otros se apoderaron del espacio convirtiéndolo en algo etílico y, por qué no, de escenas desagradables; una pasarela para adultos disfrazados.
Desafortunadamente la invasión del comercio y la pérdida de autenticidad transformaron la llamada noche de brujas en reñidas competencias por la mejor fiesta y el más costoso de los disfraces, la creatividad se fue desvaneciendo y empezaron a pulular disfraces hechos en serie donde lo artesanal no tenía cabida.
Era tan poca la creatividad y el espíritu festivo que, por momentos, todos resultaban uniformemente disfrazados de Batman, Supermán, Tortuga Ninja, Barney y sus amigos, entre otros muchos seres extraños, disfraces que en nada reflejaban nuestra autenticidad. Estoy por creer que en pocos años esta fiesta desaparecerá como fue desapareciendo ese espíritu navideño que otrora irradiaba felicidad. Qué bueno sería revivir aquellas fiestas de Halloween donde sin vergüenza, prevenciones o reparos nos disfrazábamos de la cotidianidad y nadie se sentía ridiculizado ni ofendido.
Ahora, los bobos se volvieron avispados, los campesinos poco se ven en la ciudad, las gitanas siguieron su camino, los indios se aburguesaron y los ancianos se mueren por falta de garantías; paradójicamente cambiaron los disfraces y cambió la sociedad, las nuevas generaciones deberían tener más creatividad para disfrazarse. Sea el disfraz que sea, permitamos que los niños gocen, griten y rían, dejemos a un lado esas teorías satánicas que se han inventado, teorías que solo crean mal ambiente, con toda seguridad por la mente de los niños no pasa la más mínima idea del mal, el mal solo habita en las mentes depravadas, infames y corruptas.
Acotación: la fiesta de los niños la han satanizado haciendo creer que es un culto al diablo y que se trata de una fiesta pagana; para nada, quienes así opinan deberían leer y aprender antes de opinar. El término pagano, del latín “paganus”, significa aldeano, labrador, agricultor, refiriéndose a aquellos campesinos que desobedeciendo a la iglesia continuaron con ritos y ceremonias ancestrales, demostrando que el ser humano no cree ni adora por decreto sino por devoción y tradición. El caso del Halloween, fiesta del pueblo Celta, celebrada los 31 de octubre con luces, comida y disfraces, para despedir el año, el papa Gregorio IV la declaró “Víspera de todos los Santos”; montó sobre la celebración campesina una fiesta religiosa y quien no lo aceptara sería declarado pagano, para la iglesia, sinónimo de pecador.
Las opiniones que aquí se publican son responsabilidad de su autor.

hace 14 horas
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