Nos adentramos en lo que muchos ya consideran la recta final del mandato de Gustavo Petro, y el panorama, lejos de despejarse, parece cada vez más enturbiado por una sucesión de escándalos que han marcado a fuego su administración.
La promesa de un “cambio” histórico resuena hoy con el eco amargo de investigaciones, acusaciones y una persistente sensación de crisis que emana desde los círculos más íntimos del poder. Para un gobierno que se erigió sobre la bandera de la ruptura con las viejas prácticas corruptas, la ironía es cruel y el desgaste, palpable.
Más que una anécdota aislada, la crisis se ha convertido en el ambiente natural del Ejecutivo. La gobernabilidad no solo se ve amenazada por la falta de mayorías en el Congreso o las complejidades inherentes a sus ambiciosas reformas, sino por un frente interno que no cesa de producir titulares alarmantes.
La percepción ciudadana, crucial para cualquier liderazgo, sufre el embate constante de revelaciones que siembran dudas sobre la integridad y la capacidad de gestión del primer gobierno abiertamente de izquierdas en la historia reciente de Colombia.
Analicemos algunos de los episodios más emblemáticos que han configurado esta atmósfera de asedio.
El caso de Nicolás Petro, hijo del presidente, y las acusaciones de presunto enriquecimiento ilícito y lavado de activos, con la sombra de dineros de dudosa procedencia supuestamente irrigando la campaña presidencial de 2022, fue un golpe directo a la línea de flotación ética del “Pacto Histórico”.
Aunque Nicolás Petro enfrenta un proceso judicial y ha habido declaraciones que salpican la campaña, la investigación en la Comisión de Acusaciones contra el mandatario avanza con la lentitud característica de esa instancia, alimentando la narrativa de una justicia selectiva o, al menos, parsimoniosa cuando se trata del poder presidencial.
Luego estalló el escándalo de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), un caso de presunta corrupción en la compra de carrotanques para La Guajira que ha escalado hasta convertirse en una Caja de Pandora.
Las declaraciones de exdirectivos como Olmedo López y Sneyder Pinilla han implicado a altos funcionarios del gobierno y a congresistas, sugiriendo un entramado de sobornos y sobrecostos que desviaría miles de millones de pesos destinados a una de las regiones más vulnerables del país.
Si bien López y Pinilla fueron destituidos y ahora buscan beneficios judiciales a cambio de colaboración, la pregunta que resuena es hasta dónde llegan las responsabilidades y si la justicia logrará desentrañar y sancionar a todos los eslabones de esta cadena. La ciudadanía observa con escepticismo, temerosa de que, como tantas veces, el hilo se rompa por lo más delgado.
A este complejo panorama se suma la situación de Ecopetrol, la joya de la corona estatal, bajo la presidencia de Ricardo Roa, quien fuera gerente de la campaña presidencial de Petro. La gestión de Roa ha estado envuelta en múltiples controversias, desde cuestionamientos por su papel en la financiación de la campaña –un tema que lo conecta directamente con las investigaciones del Consejo Nacional Electoral– hasta señalamientos por presuntos contratos irregulares dentro de la petrolera que rozarían el conflicto de intereses.
La cereza del pastel parece ser la reciente revelación de un contrato por más de 5.8 millones de dólares con una firma de abogados en Estados Unidos, supuestamente para asesorar a la junta directiva sobre los posibles daños reputacionales y legales en ese país derivados de las “dificultades” y las investigaciones que enfrenta el propio Roa.
Que Ecopetrol deba destinar una suma tan considerable para gestionar la crisis de imagen de su presidente, en lugar de enfocar todos sus recursos en los desafíos energéticos del país, es un síntoma preocupante de cómo las turbulencias personales y políticas pueden permear y afectar la gestión de entidades estratégicas.
No menos ruidoso fue el caso que involucró a Laura Sarabia, exjefe de gabinete y figura de confianza del presidente, y al exembajador Armando Benedetti. Las denuncias cruzadas sobre presuntas interceptaciones ilegales a una niñera, un polígrafo irregular y, nuevamente, la sombra de financiación irregular de la campaña a través de audios filtrados, generaron una crisis mayúscula que obligó a la salida de ambos.
Sin embargo, la posterior reincorporación de Sarabia a altas esferas del gobierno –primero en el Departamento Administrativo de la Presidencia (DAPRE) y luego al frente del Departamento de Prosperidad Social– ha sido interpretada por muchos como una señal de que, en ciertos niveles, las consecuencias son relativas, o que la necesidad política se impone sobre la prudencia y la ejemplaridad. Aunque las investigaciones formales contra Sarabia y Benedetti siguen su curso en la Fiscalía, la percepción de un “yo te protejo, tú me proteges” cala hondo.
A estos se suman otros episodios, como la suspensión del canciller Álvaro Leyva por presuntas irregularidades en la licitación de pasaportes, o las polémicas que rodearon la gestión de la exministra de Minas, Irene Vélez. Si bien es cierto que en varios de estos casos ha habido renuncias, destituciones o suspensiones –contrario a la idea de una impunidad total e inmediata para todos los implicados–, la sensación generalizada es que el círculo de poder presidencial parece a menudo blindado o que las consecuencias no son proporcionales a la gravedad de los hechos denunciados. Las investigaciones avanzan, pero la desconfianza ciudadana lo hace más rápido.
La tesis de que el presidente luce “atado de manos” porque supuestos “secretos” son conocidos por demasiados es, por ahora, materia de especulación. Lo que es innegable es que la acumulación de escándalos, la implicación de allegados y la constante necesidad de salir a dar explicaciones –no siempre convincentes– desgastan profundamente el capital político y la autoridad moral.
Un líder asediado por las crisis internas tiene menos margen de maniobra para impulsar su agenda, para generar consensos y, sobre todo, para proyectar la estabilidad y confianza que el país requiere.
En esta recta final, el desafío para el presidente Petro no es solo sacar adelante sus reformas, sino también despejar las serias dudas que se ciernen sobre la transparencia de su administración y su entorno. De no lograrlo, corre el riesgo de que su legado quede definido más por las sombras de los escándalos que por las luces de los cambios prometidos.
La ciudadanía, mientras tanto, espera respuestas contundentes y, sobre todo, justicia. La impunidad, o incluso la percepción de ella, es el mayor disolvente de la legitimidad democrática.