“Ver una foto que nos impacta es generar vínculos con los hechos, con las cosas, con alguien. Es cartografiar con nuestra mirada la existencia”.
Por C. Julio Flórez Ocampo.
En una habitación, hermética, carente de cualquier corriente de aire, a unos veintiún grados centígrados, tres cuerpos se apretujan contra el mío. Pálidos, quizá en algún tiempo abigarrados, pero hoy adheridos a mi mente en monocromo. Uno de ellos, un varón entre los doce a catorce años, me sonríe, mientras las comisuras de sus ojos se entrecierran acentuándole el gesto que se extiende hasta el contorno de sus orejas. Se encuentra estático, paralizado en el latido que le produjo la euforia de ese momento. En una segunda mirada, lo noto embebido entre un collar hecho con munición de M60, que refuerza la seriedad del uniforme militar que lo viste. Los otros dos, un par de pequeñas, que al parecer no alcanzan los diez años. Una de ellas, inmóvil, como un atril, sostiene un libro del que espera obtener la respuesta al apocalipsis que le devastó su mundo. Entre escombros, ella se sostiene descalza e incólume con su vestido blanco, que pareciera estar regado por todo el lugar a modo de hojas de papel. La otra niña me observa con un ojo por el agujero causado a un cristal ajusticiado por un proyectil; hace un gesto a modo de fotógrafo o francotirador, mientras el vidrio se resquebraja develando parte de su dimensión fractal. De repente veo cómo una gran multitud se dirige hacia mí, llevando entre pecho y hombros pesados ladrillos… ¡Basta!, me digo en voz alta, ya son muchas las imágenes.
Miramos imágenes, nos sensibilizamos ante ellas: hay fotografías que nos producen recuerdos, nos trasportan a eventos. Ver una foto que nos impacta es generar vínculos con los hechos, con las cosas, con alguien. Es cartografiar con nuestra mirada la existencia.
Miramos imágenes, nos hemos habituado a ellas: en la actualidad estamos tan acostumbrados a las imágenes que, en promedio, una persona ve en un día lo que alguien hace cien años apenas alcanzaba a ver en toda su vida. La sobreestimulación visual también mapea una manera de mirar, determina nuestra forma de ser ante las cosas y los otros.

La imagen del otro en mí
La habitación es mi cuarto. La experiencia estética narrada, la mía frente a unas imágenes que me devienen signos. Las personas nombradas son cuerpos retratados por el fotógrafo Jesús Abad Colorado: artista colombiano, antioqueño. No era la primera vez que me acercaba a su obra, pero sí la primera tratando de interpretar, en función de mi formación, las sensaciones estéticas que me generaban dichas imágenes: cada vez que las veía, esas personas hacían por alguna razón parte de mí, forjaban una subjetividad.
1.
La fotografía es un arte que al igual que otros, y a su manera simbólica, actúa como memoria y narración de la cultura, con la potente capacidad de generar sensibilidad en las personas, de formular preguntas vitales que nos ponen en relación con los otros.
Como diría Jesús Abad Colorado: “Aprendí a escribir la historia de este país con fotografías, para hablar de humanidad”.
La obra de Jesús Abad Colorado no la tomo como una simple muestra documentada del conflicto en Colombia, o desde un mero retrato de objetiva intencionalidad. Sus imágenes son interpretaciones de nuestra historia. Devienen signos. Es arte, son revolucionarias, generan preguntas. Son con toda certeza un legado histórico, artístico y, como tal, está sujeto a las interpretaciones. Como también lo están las fotografías de Robert Capa de la guerra civil española o la Segunda Guerra Mundial. ¿O cuántas interpretaciones ha llegado tener La muerte de un miliciano? Tantas como quienes ven la foto, tantas que incluso algunos se atreven a cuestionar la ideología del finado. Y de eso se trata la formación, de la multiplicidad que se genera en la praxis constante, donde lo visto se debate, se delinea.
Así pues, la fotografía social no es un mapa estático y objetivo que ilustra fidedignamente un fenómeno, una sola historia; es más bien una cartografía, donde con el movimiento que se da por medio de la reinterpretación, trazamos los contornos, relieves, fracturas y demás recovecos de los cuerpos que se inmortalizan en dichas imágenes, para que desde lo formativo nos cuestionemos en la praxis sobre lo que es y no es, y así trazar las líneas que tensionan la vida de los otros hacia la nuestra, para que nos cuestionamos sobre lo humano y sus contextos sociales.
Aquella tan renombrada tarde sin cielo
una sombra reclamaba su cuerpo:
recibiría de él sus fluidos
sus huesos.
Mordería por siempre sus dientes.
Nunca más los soltaría.
Así
los dos
a la vista de millones
se reconciliarían atraídos por la fatídica gravedad.
Dos disparos simultáneos:
un fogonazo de fusil y un obturador de una cámara de retratar
el primero para morir
el segundo para inmortalizar…
(C. Julio Flórez Ocampo).

Robert Capa, graduado de Historia del Arte y Ciencias Políticas en The Dartmouth College, era un fotógrafo que consideraba sus retratos como “un antídoto en contra la deshumanización”, y que “por medio de los cuales puedan las personas realizar críticas a los sistemas belicistas, que devoran las personas sin ningún miramiento o reproche en su accionar de muerte”. Su fotografía retrata lo intrínsicamente humano, la desgracia de la guerra, no busca por el contrario la exaltación de uno u otro régimen en conflicto.
2.
Durante nuestros primeros años de vida contamos con las cartillas escolares; estas han sido ilustradas con dibujos que representan objetos o acciones, los cuales cumplen la función de reforzar el aprendizaje oral adquirido durante nuestros primeros años en los entornos familiares, para que justamente con la experiencia previa relacionemos la escritura alfabética con dichas imágenes, con el fin de facilitar la inserción en la cultura escrita. Y es que, si nos remitimos a las imágenes que perduran en los vestigios dejados por los hombres de la protohistoria, estas nos van hablar de lo que eran las preocupaciones de las personas de la época. En lugares con dibujos en las rocas, como las cuevas de Altamira y Lascaux, los diseños rupestres de animales y otras representaciones sociales, como la caza y los rituales, narran ideas de lo que fue la vida de aquellas personas primitivas. También nos permiten cartografiar múltiples hipótesis de lo que pudo ocurrir en esos tiempos.
Pero esto de representar no solo lo vemos en la forma y contenido propuestos por los hombres del paleolítico, sino que ha ido teniendo una evolución progresiva hasta llegar nuestra era. Mesopotamia y Egipto gravaron en imágenes nuevas formas y relieves; escritos pictográficos que representaron en sus templos y las calles de sus metrópolis para ostentar lo más sublime de su tradición. Vemos en ellas el poderío militar, geográfico, su cosmogonía, el culto a sus dioses, entre otros.
Lo anterior sirvió como base de la cultura Occidental, representada más adelante en imperios como Grecia y Roma, que lograron desarrollos importantes en las artes, quizá con la misma intención de narrar, formar y dejar un legado que aún perdura hasta nuestra era. Lo cierto es que el esfuerzo humano de la representación pictórica siguió su desarrollo cronológico, mediado por lo realista y lo abstracto, pasando por lo rupestre, lo medieval, bebiendo del renacimiento, del barroco, transitando por el romanticismo, el realismo, entre otras formas subjetivas de narrar, y muchas más maneras de expresión que tomaron los hombres de diferentes épocas para comunicarse. Entre ellas se inscribe la fotografía, que surgiría después de varios intentos de perfeccionarla en su expresión más cercana a la realidad en 1839, con Louis Daguerre y su daguerrotipo. Después, en el boom de las cámaras compactas algunos fotógrafos narraron parte la historia contemporánea: Henri Cartier Bresson, Ansel Adams, Man Ray, Robert Capa... En Suramérica y África Sebastião Salgado; como también lo han hecho en Colombia Jesús Abad Colorado y muchos otros que cuentan con sus imágenes parte de la historia contemporánea.
Es en ese afán humano de narrar a partir de imágenes que nos encontramos con que: evocamos recuerdos, sensaciones, historias propias de la tradición, en las cuales buscamos registrar para significar el mundo a nuestro alrededor.
Bien sea en el simétrico rostro de la reina Nefertiti, con toda su perfección y belleza, el Naram Sin y su historia, la cual no conocemos de manera exacta, o hasta la rendición de Breda de Velásquez; si nos remitimos a las fotografías de Capa en la guerra civil española, o aún también a la expedición corográfica en la Nueva Granada con sus bellísimas acuarelas. Todas aquellas imágenes nos remiten a historias, a narrativas, a la construcción social y cultural desde múltiples fragmentos, que sirven para la interpretación e identificación humana.
Las imágenes fotográficas también pueden ser relevantes desde lo simbólico, sirven en la formación para rastrear saberes primigenios. También para identificar preferencias lectoras, y así guiar hacia escrituras con contenidos vivenciales y creativos. Cartografiar con palabras lo visto.
Tendemos a reaccionar emocionalmente ante las imágenes, mostrando mucho más interés que con textos escritos. La vida no se trata de un croquis de mapa del que no se puede salir; podemos interpretar lo visto como cualquier persona que observa: ya sea en casa, por una ventana, con amigos en un parque, en el transporte público, frente a la persona amada, todos tenemos la posibilidad de juzgar a partir de lo visto, y tras ello las discusiones formativas, como se hace en los espacios cotidianos de vida, donde lo que se enfoca con la mirada corre el hermoso riesgo de ser sometido a interpretación, y así narrarse desde lo multiplicidad de los signos.
Estamos actualmente ante una atiborrada guerra de imágenes, que como lo menciona Serge Gruzinski, no es algo nuevo. “En nuestro continente se incrementó de manera voraz y cruenta hace cinco siglos, con la colonización occidental y los imaginarios de cultura que implementaron nuestros antepasados españoles” (Gruzinski, 1994).
Los objetos culturales como las fotografías, tienen intención estética y formativa; dicha intención es la de provocar, cuestionar, deslindar —en este caso no me refiero al amarillismo planteado por algunas fotografías y medios de comunicación, o las redes sociales, hablo de la reflexión histórica, antropológica, estética que nos sitúa en el lugar y momento en que nos encontramos—. Esto con relación a imágenes de personas que, retratadas en múltiples contextos vitales, les posibilite reconocerse frente a otros cuerpos, formando así una ética social. Que frente a dispositivos culturales, nos permitamos la reflexión de las condiciones contextuales en las que nos encontramos nosotros y los otros, y así buscar la abstracción que dé paso a la autoformación: pensarse respecto a lo que se ve, y no por coerción ideológica.
Menciona el historiador británico Peter Burke, problematizando sobre la invisibilidad de lo visual, que son pocos los historiadores los cuales les dan importancia a las imágenes fotográficas como foco de sus análisis, y que, por el contrario, las investigaciones que estos realizan se centran en lo que les pueden ofrecer solo los textos escritos, subordinado la imagen fotográfica a una mera ilustración que termina por adornar los libros. “Cuando utilizan imágenes, los historiadores suelen tratarlas como simples ilustraciones, reproduciéndolas en sus libros sin el menor comentario. En los casos en los que las imágenes se analizan en el texto, su testimonio suele utilizarse para ilustrar las conclusiones a las que el autor ya ha llegado por otros medios, y no para dar nuevas respuestas o plantear nuevas cuestiones” (2005, pág. 12). Mientras que allí donde vemos que la imagen refuerza lo narrado, puede pasar que se toma como una mera formalidad del libro y no como algo que posea significación estética por fuera y con relación a lo escrito. También se observa que otras alternativas históricas de representación vital, como la pintura, la fotografía, hoy los memes, entre otros… que incluso alcanzan a ser más cercanas a las personas, y en las que ellos pueden mostrar sus facultades lectoras e interpretativas, por lo atrayente que se presentan desde lo visual. Como lo expone Reinhart Koselleck en Historia de los conceptos, “función de generar aperturas hacia lo formativo”, por la errónea concepción de pensar que el que lee e interpreta lo hace únicamente por intermedio del código escrito.
Es en el valor artístico y en las interpretaciones estéticas donde se marca el valor subjetivo de la fotografía social. Como lo menciona Santiago Londoño Vélez en la introducción a Testigo ocular, respecto al devenir de la fotografía social en la historia de Antioquia: “los artistas y aficionados a la fotografía fueron quienes le dieron otro sentido a la imagen en Antioquia” (Londoño, 2009).
“Escribir no tiene nada que ver con significar, sino con deslindar, cartografiar, incluso futuros parajes”, escribieron Deleuze y Guattari. No comprender la vida en su movimiento de expansión, la cual sí es una de las características de la cartografía psicosocial, nos deja en desventaja formativa ante los que sí tienen la posibilidad de observar, y nos conduce a pensarnos escribiendo y mapeando de forma estática y coercitiva la historia. La importancia de la imagen fotográfica desde lo social y como objeto cultural radica en las texturas que nos ofrecen, las interpretaciones del hecho histórico retratado, que es donde se da lo cartografiable en la fotografía social, es donde surgen las posibilidades de pensar los intersticios y relieves de lo que estamos viendo constantemente en lo cotidiano. Esto se nos presenta como un sinfín de posibilidades que le dan movimiento y praxis a la vida, pues hay que pensar que son patrimonios de vidas narradas en fragmentos de la historia, en la cual estamos inmersos desde lo humano de una u otra manera.
Ver una imagen de alguien en nosotros nos acerca a la otredad, nos cuestiona la manera en que miramos la diferencia, los filtros morales y culturales que nos identifican. Nos posibilita igualarnos en lo humano; en el hecho de sentirnos iguales ante a las situaciones, y nos aleja del verdadero monstruo que es todo tipo de juicio etnocentrista, radical, fanático. Pues al cartografiar con nuestras palabras construimos multiplicidad de posibilidades, infinitas formas de sentir lo que ha sentido otro que, en el fondo también somos nosotros mismos. Lo plano de la imagen, por el contrario, es no salir del papel, de la estaticidad ideológica de los regímenes que niegan lo otro como propio, humano; es quedarse en blanco; es solo otra manera de mirar…
Referencias
Burke, P. (2005). Visto y no visto. Barcelona: AyM Gráfic.
Gruzinski, S. (1994). La guerra de las imágenes. México: Fondo de Cultura Económica.
Rolnik, S. (1989). Cartografía sentimental. Sao Paulo: Estacao.
Londoño, S. (2009). Testigo ocular. La fotografía en Antioquia, 1848-1950. Medellín: Editorial Universidad de Antioquia.
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“Los padres a veces pecamos de ridículos: creemos que todo el mundo se conmueve igual que nosotros con las frases de nuestros hijos, con sus ocurrencias, con su risa”.
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La vergüenza tiene que estar al otro lado
“No más silencio. Que las historias salgan a la luz. Que el silencio no sea el regalo inmerecido para quien sigue sin perturbarse en su conciencia. Que nunca gane el olvido”.