Capítulo 17: La casa del frente del cementerio

hace 1 mes 8

Una infancia entre leche calostra, juegos con caucheras y muelas sacadas sin anestesia.

Vecinos y travesuras

Nuestra casa compartía linderos con personajes que aún guardo en la memoria. Por un lado, Joaquín Borja era nuestro vecino. Apenas un muro nos separaba, y no era raro ver a sus hijos asomados por encima intentando alcanzar los mangos de nuestro solar. Aunque había travesuras y picardías, también compartíamos juegos, secretos y risas con sus hijos: Fabio, Rosángela, Irma… todos ellos contemporáneos nuestros, parte inseparable de nuestra niñez.

Recuerdo a Joaquín Borja ordeñando sus vacas justo en la entrada del cementerio. En ocasiones, llevaban allí a algunos niños con deficiencias físicas o debilidad general para bañarlos con leche calostra, recién extraída. Uno de los hijos de Nael fue uno de esos niños que recibía estos baños, como parte de las creencias populares que buscaban sanar desde lo más natural.

Por el otro costado vivían los Arrubla. No había muro entre nosotros, solo un simple alambre que delimitaba el terreno. Recuerdo a Norma Arrubla, una de las mujeres más hermosas de esa época, de esas que todo el mundo admiraba —en silencio o con valentía. La familia Arrubla se fue de Uramita cuando yo aún era niño, pero su recuerdo persiste como parte de esa geografía emocional que uno guarda para siempre.

La dentistería del pueblo

Frente a nuestra casa vivía Teresita y su familia, y enseguida de ella, don Horacio y doña Noemí, quienes tenían la que fue por muchos años la única dentistería del pueblo.

A su modo, y con los recursos que tenían, atendían a todos los niños del sector. Las visitas eran frecuentes, y casi siempre el diagnóstico era el mismo: “hay que sacar esa muela”. Con instrumentos rudimentarios y sillas comunes, se lanzaban al rescate dental de toda una generación. El procedimiento era rápido y sin muchos miramientos: después de varias palanqueadas y algunos gritos, salía la pieza dental, y nos íbamos con la boca adolorida… y en muchos casos, con un espacio que nunca se volvió a llenar. Por eso, no es raro ver que muchos de mis contemporáneos aún lucen una sonrisa incompleta, marcada por aquellas sesiones improvisadas de odontología popular.

La casa del frente del cementerio

Mi casa de infancia era, sin lugar a dudas, una de las más grandes del pueblo. Estaba ubicada en lo que hoy se conoce como el barrio Lourdes, justo al frente de la entrada del cementerio. Aún permanece allí el 50 % de lo que fue, como un testigo silencioso del paso del tiempo y de nuestras historias familiares.

Era una casa inmensa, con cerca de 16 metros de frente y unos 50 metros de fondo hasta el río. Su estructura se extendía en lo profundo, como queriendo abrazar la vida de ocho hijos que crecimos entre sus paredes de tapia y su techo de tejas de barro. Tenía un largo saguán, de esos que ya no se ven, con un corredor que parecía interminable, flanqueado por múltiples habitaciones —tantas que casi cada hijo tenía la suya—, y al final, una cochera de cerdos.

Al frente, en el costado derecho de la casa, estaba la habitación de mis padres. Esa misma habitación fue, en sus inicios, una pequeña iglesia que mi padre construyó, con bancas improvisadas y un altar sencillo. Luego, ese mismo espacio se transformó en una panadería artesanal, equipada con un horno de adobe que se calentaba con leña, donde cada madrugada empezaba la magia del pan casero que alimentaba al pueblo.

También teníamos un banco de carpintería con muchas herramientas, donde se fabricaban desde muebles hasta reparaciones caseras. En otro lado, un sarzo polvoriento resguardaba radios viejos que alguna vez llevaron música y noticias a nuestra casa. Las puertas principales de madera y las ventanas pintadas con colores vivos daban un aire alegre y artesanal, como si la casa misma celebrara la vida que albergaba.

Detrás de la casa se extendía un solar inmenso, una verdadera selva doméstica llena de animales, frutos y secretos. Había gallinas, patos, perros, gatos y cerdos; mangos, aguacates, mandarinas, café, plátanos, brevas, bananos, matas de cacao y hasta palmas de coco. Era mi refugio. Muchas veces me subía a uno de esos árboles con un libro en mano, y allí pasaba horas leyendo, escondido entre las ramas. Una vez me quedé dormido encaramado, y al despertar de golpe, me caí. La caída me dejó una cicatriz en el abdomen que aún conservo como recuerdo de aquellos días de aventuras y descuidos.

En una época en la que no teníamos mucha conciencia ambiental, los niños jugábamos con rifles de aire y caucheras, cazando pájaros, iguanas o cualquier animal que se cruzara en el camino. Era un juego cruel —lo sé hoy—, pero en aquel entonces era parte de la rutina, de la vida silvestre que nos rodeaba.

Reflexión final

Mi casa no solo era una estructura de tapia, bareque, madera y tejas; era un universo. Un mundo propio donde crecimos entre árboles frutales, aventuras, vecinos entrañables y una infancia que, aunque rústica y sencilla, fue plena.

“Habitar una casa no es solo vivir en ella, es llenarla de historias, esculpir en sus paredes los recuerdos y hacer del techo un cielo donde aún vuelan los sueños de la niñez.”

Las opiniones que aquí se publican son responsabilidad de su autor.

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